viernes, 28 de agosto de 2015

El Cerro Volcán


En tiempos muy remotos, la gente que transitaba por estos lugares se guiaba en las noches por un cerro cónico que despedía llamaradas, como un volcán.
Todavía los idiomas no se habían mezclado.
A un arroyo lo llamaban Chapadleufú, palabra compuesta por barro y agua que corre.
Un cerro era casu y para designar algo que sobresaliera, lo designaban hati.
Casuhati significaba, entonces, cerro alto.
El hombre era guayna, el sud tehuel.
Conocían una región desierta a la que llamaban Huecufú Mapu, país del mal.
Por ahí andaba Gualichu, un espíritu destructor enemigo de la gente.
Los guaynas la evitaban cuando iban o volvían del tehuel, porque en ella las tormentas de arena eran muy fuertes, los cegaban hasta extraviarlos y muchos murieron en el intento de atravesarla.
Según ellos había por el suelo piedras redondas, marcadas con un surco en el medio por el dedo pulgar de quien las había sembrado: Gualichu.
El podía transformarse en cualquier fenómeno de la naturaleza, en planta o animal, según le viniera en gana.
Y lo peor de todo: podía salir a enredar las cosas por el mundo.
Por ejemplo, lograr que los de un lado y otro de su tierra pelearan sin motivo.
Si los guaynas salían a cazar y se alejaban demasiado, desviaban el camino por la costa para no cruzar por ese lugar tan temible.
Llegaban al cerro cónico y alimentaban el fuego de la cima con ramas de curru-mamül, un arbusto que entonces abundaba.
Algunos se quedaban durante días o semanas para mantener vivo al cerro y guiar a los demás cuando regresaran.
A ese punto de referencia lo llamaban Vuülcan, que significa sierras unidas por la base.
Cuando las lenguas empezaron a confundirse, le quedó un nombre que se le parece y recuerda lo que era antes: Sierras del Volcán.
Mucho tiempo pasó y la cima del Vuülcán dejó de iluminar a la gente, que ya no recorre largos caminos por la costa para evitar el país maldito.
Hacia el oeste hay una sierra, con un gran mordisco que entonces no tenía.
Y en medio están los campos cultivados y la habitación de quienes apenas recuerdan esas épocas lejanas y el nombre que designaba a cada cosa.
Siguen contando, sin embargo, que todo cambió un atardecer.
La sierra del poniente comenzaba a desdibujar su línea continua y en la cima del Volcán brillaba, atenta, la luz de los cazadores.
Fuego y ceniza se esparcían en oleadas grises y amarillas por los campos del valle, en la espera solitaria de la noche.
Aún no los cruzaba el arado ni detrás de él las semillas despertaban del letargo a la tierra.
Los arbustos resecos tenían sed.
Una figura de piel frutal y ojos de asombrada inocencia se asomó a ese palacio de cobre violeta.
La llamaban Ayelén, alegría.
Abrió en él su perfume delicado, un sendero de estrellas silenciosas que perseguían al sol.
Era como el destello de color que brota en el extremo anhelante de la rama seca, o una caricia de seda sobre la piedra y el metal.
Con pasos frágiles, tendió la mirada curiosa hacia el horizonte.
Descubrió el límite, la región donde la noche próxima abría ya el paisaje del misterio.
El Volcán le teñía los cabellos con resplandores rojizos y el crepúsculo refrescaba su piel joven.
Fue entonces que de las entrañas de la tierra brotó un rugido, quebró el aire quieto de la tarde y lo pobló de un hálito sulfuroso y gris.
Venía de lejos: de un país desierto que extraviaba a la gente con ventiscas de arena para devorarla.
Se había transformado en temblor que sacudía al valle. Había adquirido garras con las que despeñaba las piedras, alas con las que ahuyentaba al sol moribundo y un soplo de silencio con el cual confundía las palabras.
Era Gualichu, el demonio que había salido de su Huecufú-Mapu. Trepó a la cúspide iluminada, quedó suspendido como una palabra dicha a medias, ante la sorpresa de esa presencia erguida en mitad de su reino, hasta entonces incuestionado.
Rugió y golpeó una y otra vez: en su fragua fundía los lenguajes para confundir a la gente.
Su imperio era invadido y no ahorraría maldades para reconquistarlo.
Ayelén se detuvo, en medio del valle.
Miró hacia el Volcán, cada vez más luminoso a medida que el sol se ocultaba.
Su voz alegraba el aire enrojecido del crepúsculo:
-¿Es el sonido de la tierra que ruge en la penumbra, o hay un espíritu que quiere hablarme?
Desde la cima chispeante, bajó la voz a responderle:
-Estos son mis dominios, desde siempre. Los astros giran según mis designios. Cada piedra ocupa el sitio que he determinado. Hasta el último arbusto implora su gota de lluvia por mi voluntad y puedo concederla o negársela sin explicaciones. ¿Cómo te atreves a invadir mi reino? ¿Acaso estás extraviada?
-¡No, no me he perdido! He llegado a este yermo a encontrarme con quienes regresan para transformarlo todo. Quiero recibirlos, como mi nombre, con alegría.
La voz se revolcó en fragores profundos, esparció su ira creciente y le lanzó su dentellada de incredulidad:
-¿Acaso existe un poder mayor que el mío? Mi fuerza tiene la impetuosidad de las olas, mi espacio es el de los astros y mi tiempo es aquel que no ha nacido y nunca morirá. ¿Cómo pretendes, mísero pétalo apenas sujeto a un tallo leve, perturbar mi eternidad?
-Sigo una ley tan poderosa que no hay temor capaz de detenerme- respondió, en un murmullo suave, Ayelén.
La voz bajó del Volcán, desplomó sus pasos de yunque y la rodeó con temblores de catástrofe.
Se acercó transformado en puma hambriento, pronto a arrebatar la vida a esa hoja, tierna y breve como el instante que precede a la noche.
Aspiró su perfume, que sin comprenderlo le pareció el de la tierra arada o el de los jazmines del jardín cuando anochece.
Las garras casi rasgaron sus mejillas y el fuego de esos ojos, que ardían desde siempre en la tierra profunda, estuvo a punto de disgregarla en ceniza.
Pero se detuvo y voló como un pájaro oscuro que giraba a su alrededor, indeciso.
Se le oyó musitar, entre vapores:
-¡Qué bella es! ¿Cómo puede un ser tan pequeño y solitario reunir la perfección del cristal, la suavidad de la flor, la frescura del ocaso, la calidez del mediodía? ¿Quién ha enviado esta copa de licores desconocidos, que me suspenden en el aire sin que pueda herirla? ¡A mí, que soy fuerza sin control, amo y señor de la luz y la oscuridad! ¿Cómo es que me contagia la alegría de esperar a los que vuelven de un largo viaje?
Ella lo vio remontarse hacia los últimos rayos del sol, hueco negro de bordes dorados, alas que presagiaban otro mundo abierto más allá, donde otra vez sería felino deslizándose entre las grietas y luego el camino ardiente de la lava y la prisión de roca, el temblor y la furia.
Creyó ver bajo esas alas un universo de seres y objetos que se postraban a sus pies.
Palacios traslúcidos donde colgaban lámparas eternas de cuarcitas, arroyos de frescura que sembraban frondas rumorosas, vasos repletos de perfectas joyas creadas por la mano de un Artista sin maestros.
Allá iba el oscuro pájaro, arrebatando rayos de pureza al sol moribundo para engalanarla con una luz dorada que enceguecía.
Cada giro en el aire era un ademán creador de bellezas cautivantes; cada vuelta, una ofrenda a la vez grandiosa y humilde, sólo para ella rescatada del caos mineral y del silencio de la noche.
Ayelén escuchó muy adentro suyo esa voz de alegría, como si proviniera de la costa, donde el mar salpicaba de espuma las cavernas.
¿Eran los cazadores, de regreso?
Venían por la llanura lejana, hacia la antorcha del Volcán, destacada ahora en medio de la oscuridad.
Le contaban que habían hallado extrañas artes de otros hombres: la semilla, esperanza de un sol que siempre vuelve; las letras, siembra para otro día que habría de nacer.
Los rostros se multiplicaban en una marcha sin descanso, hacia ella, hacia el lugar donde había encontrado el límite continuo de sierras.
Un joven gallardo y seguro los dirigía.
Tal vez buscaba su Ayelén.
Su bandera era un cielo de amanecer, más allá del Vuülcán.
La agitaba sin descanso y la multitud lo seguía, rumoreando una canción que era de este mundo pero parecía adelantarse y transformarlo todo.
Las alas de la noche se detuvieron a esperarla, impacientes.
La reclamaron a su reino tendiéndole su ofrenda.
Por un momento ella se sintió atraída, pero enseguida vio las garras punzantes que la sostenían y se negó una y otra vez.
Entonces, el pájaro descendió al puma y el puma a la furia incontrolada de la piedra en movimiento.
Era otra vez el caos, en medio de la noche.
Rocas sobre rocas que se desplomaban, vientos de tierra arenosa que enloquecían, temblores que estallaban contra su cara como las olas del mar en una tempestad.
La cima cónica seguía guiando a los cazadores, que regresaban multiplicados aunque Ayelén no pudiera verlos.
La furia cruzó el valle y en el horizonte de sierras marcó una dentellada diabólica.
Es desde entonces un hueco, una curva dejada en su paso hacia el volcán, marca indeleble del amor desahuciado y el fin de un reinado que se creía eterno.
Todavía fue un rugido inmenso mientras cruzaba el valle y se hundía en el cráter llameante del cerro, que se tapó sepultándolo con piedras.
Los cazadores no encontraron la antorcha que los guiaba.
Sólo vieron el resplandor final del último día en que vivirían en paz.
Gualichu había impregnado la tierra con vapores de rencor y mezclaba las lenguas para que los hombres no pudieran comprenderse.
Muchas cosas cambiaron de nombre.
El Volcán no volvió a arder y hacia el oeste, el profundo Mordisco del Diablo identifica desde entonces un lugar que cambió para siempre.
Cuando la cosecha es abundante, un ser querido regresa al hogar o se celebra una fiesta, la gente expresa su alegría.
Es un regalo de la tierra, que recuerda a Ayelén.

Jorge Dágata en colaboración con Susana Taddeo



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