miércoles, 21 de mayo de 2014

El Subsidio

un cuento corto con una historia larga


El sol no ha despertado aún, se le congelan los dedos dentro del bolsillo, se adormece con el vaivén del tren. Por momentos se duerme, pero el frío lo sacude. 25 minutos, y ya está clareando. El cielo se vuelve acero. Se deja llevar por la masa de gente que brota hacia el andén. 
A esa hora, nadie habla, son las 6 de la mañana.
Un café en vasito blanco, parado en la cola, mientras el micro llega, como siempre, irá de pie. Se toma del pasamanos alto y se cuelga, esquivando cuerpos, se instala atrás, ve las caras alrededor, no parece haber pungas, aunque… quién sabe. 

Imagina por un momento la decepción del que venga a robarle, un par de billetes para el almuerzo, el documento y la tarjeta para viajar, qué botín, pensó. 20 minutos…
Ayer llovió, todavía los charcos no se secaron, se baja adivinando baldosas sueltas, tres cuadras y entra en la fábrica. Se acostumbró, pero le molestan todavía los olores rancios, de tomates podridos mezclados con los aceites de las maquinarias. 

Inserta su tarjeta a tiempo, se coloca el delantal, un par de saludos y a empezar… 10 horas frente a una cinta que transporta latas de tomates, por momentos piensa que no ha despertado todavía.
Mientras las latas pasan frente a él, recuerda sus años de escuela, trabajando medio tiempo para ayudar a su viejo. Eran 5 hermanos, él era el mayor. 

Se recibió y no había dinero para universidad, ni recuerda qué era lo que hubiera estudiado. Sólo hizo algunos cursos de oficios. 
Conoció a Silvia y todo se dio por añadidura.
Silvia trabajaba en el comercio de lunes a sábados, de corrido. Entre los dos juntaron para el alquiler y empezaron a vivir juntos, después hasta se casaron y Rubén llegó. 

Más o menos podían con todo, pero cuando llegó Mariela, Silvia tuvo que buscar otra cosa, solo medio tiempo. Por eso él buscó algo más.
Su primo, Alberto, le consiguió un laburito de seguridad en una ferretería del centro. Por eso no volvía a su casa en todo el día, 10 horas de fábrica y 6 de guardia. 

Entre todo, se juntaba para lo más importante, la comida y el techo.
Cumplió el tiempo en la fábrica y, como cada día, trotó hasta la ferretería que estaba a dos kilómetros. Llegó y se cambió, el jefe todavía no llegaba, había tiempo para un cafecito y una factura. Llegó Sebastián, el encargado, sacó los candados y activó la persiana, que empezó a rechinar, mientras se abría para las 4 horas del turno tarde. 

A él le tocaba hacer guardia desde las 5 hasta las 11, después llegaban los de la empresa y se hacían cargo de la “seguridad pesada”.
Se paró en la puerta, moviéndose para no temblar de frío, ¿-por qué no traje las medias de lana?, pensó. 

Su trabajo era “hacer presencia”, lo único que le dieron fue un bastón. Cuando se bajaron de la moto no tuvo tiempo de pensar, no llegó a sacar el bastón, igual, qué hace un bastón contra una bala. El tipo lo miró y no le importó Silvia, ni Rubén, ni Mariela, le dio dos tiros, uno en la cadera y el otro en la pierna, sólo para bajarlo.
- ¡Se llevaron la plata de los sueldos!, escuchó que gritaban antes de desmayarse.
Cuando despertó ya no tenía trabajo, no podía caminar, Silvia lloraba, con los ojos muy abiertos, pensando qué sería de ellos. 

Con el tiempo, recibió algo por el seguro y se puso un kiosquito de mala muerte en la ventana de su casa. Así fueron pagando las deudas a la familia y al dueño de la casa, que se portó como un amigo, Don Carlos. 
El gobierno le dio un subsidio y más o menos, podían pasarla.
Un día jueves, fue a cobrar al banco, estaba en la cola, apoyado en sus muletas, cuando lo vio: el tipo que le disparó estaba en la misma cola. 

EL TIPO RECIBÍA EL MISMO SUBSIDIO. Se le plantó adelante y lo miró, el otro lo reconoció apenas, se agitó, bajó la mirada y salió corriendo. 
Pensó en gritar, llamar a los policías que charlaban sin saber, pensó correr sabiendo que no podría, pensó que si tuviera un arma le hubiera disparado. 
Pero no hizo nada, se sintió tan cansado, se sintió estafado por un gobierno que no supo distinguir, un estado que no sabe de su esfuerzo, que no sabe nada.
-No es justo, dijo en voz alta, y cuando se escuchó, una cascada de furia e impotencia se derramó por la sala del banco,- ¡No es justo!, no es justoooo!- seguía gritando sin parar, hasta que los de seguridad lo sacaron.
Un policía se quedó con él y le preguntó qué le pasaba, uno de cinco. 

Empezó a llorar como no había llorado nunca desde que lo balearan, y entre llanto y sollozo, le contó todo, absolutamente todo, toda su vida, todo su esfuerzo, todo su amor por los suyos. 
Y el milico lo abrazó y lloró con él.

http://viluzblog.wordpress.com/2014/05/03/el-subsidio-un-cuento-corto-con-una-historia-larga/




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